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1 obras
Nº de Inventario: 4853
Título: La presencia 1
Artista: Linda Kohen (1924)
Técnica: Óleo sobre tela
Medidas: 150 x 120 cm
Realizado: 1994
Ubicación: Museo Nacional de Artes Visuales
Exhibición: No
Catálogo de exposición "Sola - Linda Kohen" realizada en el Museo Nacional de Artes Visuales en el 2012. Con textos de Ricardo Ehrlich, Oscar Gómez, Hugo Achugar, Enrique Aguerre, Jorge Abbondanza (curador) y la artista, Linda Kohen. Textos en español e inglés. Contiene 29 fotografías de obras y 20 de escenas personales y cronología, Impreso en Montevideo, 2012, 94 páginas.
03 de Ago, 2012 – 02 de Set, 2012
Museo Nacional de Artes Visuales
Sala 5
Una mujer ante el espejo
Jorge Abbondanza
"La pintura puede incurrir en la misma contradicción que el teatro o el cine. A veces elige como tema la intimidad, que es un asunto privado, pero al tratarlo lo convierte en un espectáculo público. En algunos casos el resultado tiene un hechizo que deriva de la tensión entre una materia reservada y su exhibición, porque elegir ese tema no ha sido un acto inofensivo como pueden serlo un paisaje rural o una naturaleza muerta, sino un gesto arriesgado que prefiere abrir ese mundo cerrado y que por ello provoca una violencia furtiva, parecida a la que desatan las verdades incómodas, los atrevimientos o el descaro. Lo que diferencia al arte, separándolo de tales desplantes, es la maestría capaz de convertir una incursión audaz en un modelo de alquimia que embellece lo que toca.
Así ocurre con ciertas piezas de Genet o de Orton y también con ciertas películas de Greenaway o de Haneke. Funcionan como mecanismos sublimadores de la crudeza, hasta transformar la indiscreción de sus imágenes en una exploración cargada de magnetismo. Ese imán es el que pueden tener los intrusos al invadir un área vedada, pero solo cuando están revestidos del impulso testimonial que legitima esa profanación. Así también sucede con la pintura de Francis Bacon o de Lucian Freud, al documentar lo que suele estar oculto a las miradas. El ejercicio que permite al ojo del artista internarse en las cosas guardadas para compartirlas bajo la luz que les echa, entornando una puerta habitualmente clausurada y violando así lo que se custodia tras ella, produce la paradoja que consiste en forzar un ámbito reservado para darle estado público.
Hace treinta años, Annie Girardot --que fue una actriz heroica-- habló de su timidez y su discreción en la vida real, pero dijo que se volvía impúdica cuando empezaba a actuar. Ese desdoblamiento permitía medir la distancia entre su conducta diaria y su comportamiento artístico, una bisagra que también permite entender la dualidad de otra actriz de naturaleza retraída y fulgurante modalidad escénica (como es Estela Medina) o la de un compositor de vida apocada y música arrebatadora (como fue Johannes Brahms). Ese gozne también gira en el caso de Linda Kohen, confrontando silenciosamente a la mujer con la pintora que se aloja en ella.
La trasposición se nota claramente cuando Linda pinta su espacio doméstico, porque allí --al desprenderse de su semblante social y de las conveniencias que lo rigen-- se despoja igualmente de los rasgos que la acompañan en la relación familiar o amical, un abandono que supone dejar de lado la membrana del pudor, la exigencia de fórmulas protocolares, el aire risueño que aconsejan los buenos modales o las formalidades exteriores del trato con el prójimo. Lo que la mueve a partir de entonces es un gesto de entrega cabal que formula casi en secreto, aunque lo emprenda para ser luego exhibido, un acto intermedio entre el sigilo y la osadía, entre la delicada estrategia que enmascara sus hábitos personales y la sinceridad frontal que asume al pintarlos. Esa opción la sitúa en la frontera donde se deja caer el ropaje de la compostura para aproximarse a la desnudez de una confesión, pasaje que sería impracticable si no lo asistiera la apasionada dedicación de la pintora a su oficio, el compromiso que solo se alcanza cuando la actividad artística es uno de los ejes de la vida.
De lo contrario Linda no estaría físicamente presente de manera tan obsesiva en su obra, donde su protagonismo es no solo invasor sino además excluyente, empujado por una fuerza que no debe confundirse simplemente con el motor de la tenacidad sino con el intento de identificación, que es un generador más profundo. Esa impresión crece a medida que la secuencia de retratos se prolonga, porque la persistencia permite que la pintora termine apropiándose de esa mujer que se desdobla sobre el soporte de la tela, que es su espejo. Eso provoca el curioso efecto de que Linda redondea su imagen con el cruce entre la autora y el personaje --el individuo ante su doble--, como si el artista y su creación se hubieran separado pero solo para aumentar la seducción del reencuentro.
Únicamente así se entiende que después de aparecer tiesa y de frente en unos autorretratos tradicionales, donde su cuerpo se comporta con la docilidad de los modelos obedientes, se convierta en habitante de un relato más insólito, el que la muestra mirando desde su cabeza cómo marcha (con zapatos o descalza) por un pasillo de la casa, tendida sobre la cama donde ahora duerme sola o sentada en el borde, con las piernas que cuelgan a punto de levantarse («cuando mi mano tantee la sábana ligera», decía Gabriela aludiendo a ese adelanto de la muerte que es el sueño). El espacio privado en que suceden esas cosas y las posturas que adopta dentro de él se convierten, a través de la pintura, en la visión de un clima ya no poblado por ese cuerpo sino por sus emociones, que son un terreno tan plegado como la índole de las imágenes que las entregan.
Hay un método oculto en los trabajos de Linda, que consiste en el manejo de la elipsis. Porque su presencia no se interrumpe ni siquiera cuando desaparece físicamente de la tela. Una cartera caída y entreabierta es la que ella acaba de dejar al volver a casa, una mesa servida pero desierta es la que ella abandonó luego del desayuno o quizá la que han tendido para que ella se siente.
En eso Linda opera igual que los poetas, cuando omiten una palabra pero mantienen su huella invisible en medio de la frase. También la presencia de la pintora permanece en esos casos, elíptica y sin embargo indeleble, como referencia de un protagonismo fantasmal que se percibe sin verse.
Ni aun la presencia ajena, aunque irrumpa en escena, puede usurpar ese protagonismo, porque la obra donde pintó a su marido --ya muerto, de espaldas, alejándose-- no desaloja a la artista, que se adivina fuera de la superficie como testigo de esa retirada, documentándola como si la mano que empuñó el pincel estuviera a punto de asomar por el borde del bastidor. Esa pieza tiene una notable carga emocional, y a pesar de que en su centro no está el espectro de la autora (ya que ahí dio paso a otro), lo que interviene es el sentimiento de apropiación de los seres, los espacios y los objetos que han sido suyos, negándose a que la priven de ese mundo que se resume en ella y cuya comparecencia se realiza a través de la pintura, una herramienta que le permite moverse libremente en una larga cadena de enfoques que, de una forma o de otra, por vía oblicua o directa, siempre remiten al autorretrato.
Por algo es así. Porque a medida que se la conoce, Linda provoca la sensación de que su identidad está incompleta sin su obra. Entre ella y sus trabajos parece funcionar un trasplante que les confiere --igual que a ciertos afectos duraderos-- el valor de lo inseparable, una fusión que termina por hacerse reversible y convertir a la artista en una prolongación de esa obra; a tal extremo está grabada en ella la estampa de quien la produjo. Entonces su trabajo adquiere (para ella y para quien lo observe atentamente) el peso de una transferencia, en que una porción inconfundible del autor ya pasó a sus criaturas, como ocurre con las semillas y su germinación, o con los padres y sus hijos. Tal vez por eso (y porque ella lo sabe), Linda sigue pintando infatigablemente, apostando a vigorizar ese tránsito por donde la vida pasa de un lado al otro.
Hay algo que a esta mujer le dicta la intuición y no la técnica ni la familiaridad con su labor, porque pinta esos cuadros autorreferenciales con pinceladas muy leves, cuya escasez de materia asume la transparencia con que su ánimo aborda la faz más íntima. Esa capa tan delgada facilita el acceso del observador a un territorio generalmente escondido que así se vuelve propicio al ingreso, más permeable a las miradas, como si la artista tratara de que nada --ni siquiera el espesor del trazo-- interfiera entre el ojo que contempla y el escenario ilustrado. A eso se suma la severidad de una paleta donde el cromatismo se limita a un arco de blancos, grises, azulados y algunos castaños, para que las restricciones tonales también sirvan como vehículo y no como cubierta de la representación. Todo se vuelve traslúcido para que allí no importen las apariciones concretas sino lo que ellas contienen, y que el tenue tejido del color (como una cortina que dejara pasar la luz) es lo que mejor abre paso al interior de las cosas, donde ya no figuran los cuerpos o los objetos sino lo que hay dentro de ellos: la memoria que los resucita, el sentimiento que los enriquece, las ausencias que los sombrean, la disciplina que los ordena.
Así la pintura de Linda, donde el color y la forma ya no manejan un lenguaje visual sino emocional, libera la circulación de las ideas, ese cauce que ella recorre por las rutinas caseras como lo hace un narrador capaz de conferir a ese marco un valor que lo atraviesa, porque sabe promover su circuito personal a la dimensión de los intereses generales, como sucede con incidentes mínimos durante una comida familiar contada por Proust, con el callado padecimiento de un campesino filmado por Olmi, con el agrupamiento de vasijas comunes pintadas por Morandi. Lo insignificante se vuelve trascendente cuando crece desde adentro.
Por eso esta muestra en el Museo Nacional de Artes Visuales no se limita a colgar una serie de pinturas, sino que les añade su contexto, que es una segunda recreación y otra forma de encuentro: la del taller donde Linda trabaja, no solo porque sus objetos y su instrumental juegan un papel junto a la obra que allí se ha realizado, sino además porque permite al público conocer, no ya lo que Linda hace, sino también dónde lo hizo y con qué lo ha hecho. Ese traslado es, asimismo, un modo de que la intimidad --que abastece de tantas otras maneras el universo de la artista-- esté presente al lado de ella, para que aporte su atmósfera de cada día y la comparta con los demás."
Esta muestra es posible gracias a la Embajada de Italia en Montevideo, Instituto Italiano de Cultura, Ministerio de Educación y Cultura, Dirección Nacional de Cultura y el Museo Nacional de Artes Visuales.